Crítica de Un hombre diferente, la nueva película de Aaron Schimberg. Protagonizada por Sebastian Stan, el mejor trabajo que ha realizado, la cinta narra la historia de Edward, un aspirante a actor que se somete a un procedimiento médico experimental para cambiar su rostro; pero interiormente continúan sus problemas. Un filme que pulveriza los clichés y desaparece cualquier rastro de sentimentalismo.
Por Isaac Piña Galindo*
La casa productora A24 presenta otra interesantísima propuesta con Un hombre diferente, película escrita y dirigida por Aaron Schimberg, en la que se relatan las desventuras de Edward, un aspirante a actor que padece neurofibromatosis, es decir, su cara sufre desfiguraciones por la aparición de varios tumores.
La vida de Edward cambia cuando se somete a un tratamiento experimental para “curarse”, al mismo tiempo que conoce y se enamora de Ingrid, aspirante a dramaturga que se muda al apartamento contiguo.
A primera vista, Un hombre diferente cabría dentro del panorama de varios melodramas que abordan personajes y comunidades para explotarlos en propuestas presuntuosas concentradas en “educar” al público, dando como resultado, casi siempre, películas torpes, edulcoradas y vacías.
La actitud y el aspecto de Edward, sumados al recuento de su solitario día a día, señalan que probablemente el espectador se encuentra ante un melodrama torturado y lacrimógeno, sobre un hombre deforme y su búsqueda de amor o, cuando menos, de aceptación. No obstante, la tercera cinta de Schimberg se nos revela como una experiencia inquietante, mordaz y caótica, un filme que pulveriza los clichés y desaparece cualquier rastro de sentimentalismo.
En Un hombre diferente no encontraremos héroes, ni maniqueísmos, tampoco mensajes reconfortantes ni una narrativa convencional.
Schimberg juega con ciertos códigos visuales de géneros como la biopic y la comedia romántica para mezclarlos en un esbozo de tragicomedia, lienzo sobre el cual emplea notas visuales y sonoras para retorcer la forma e imprimir poco a poco un estilo raro y angustioso al viaje de autodescubrimiento de Edward.
Contribuye sobremanera la fotografía de Wyatt Garfield, la cual tiende a tonalidades ocres y colores desaturados, mientras el encuadre asfixia a los personajes porque confina a Edward y a Ingrid a una serie de espacios cerrados y desangelados, como habitaciones diminutas, cafeterías sórdidas y una serie de estrechos pasillos mal iluminados.
Los zooms acelerados, los cambios de óptica y los bruscos movimientos de cámara, dejan de manifiesto la angustia que burbujea en la apariencia amable y tranquila de Edward; su comportamiento calmado funciona a modo de máscara frente a numerosas situaciones sociales.
El guion de Schimberg reluce mucho por sus particularidades, entre las que destaca su inspiración narrativo en el cine de Woody Allen, un homenaje patente desde el inicio, cuando un vecino menciona, con cierta sorna, que Edward se comporta como una “especie de Woody Allen”.
Aun cuando hayamos visto poco o nada del cine de Allen, entendemos la referencia al estereotipo “Allenesco”: comentarios sarcásticos y complexión debilucha que definen la figura de un hombrecillo pícaro y listillo que vive presa de un nerviosismo agotador.
Que Nueva York sea el escenario de Un hombre diferente, contribuye a alimentar el espejo que refleja varios rasgos de lo “allenesco” en la personalidad de nuestro personaje protagónico.
Conforme descubrimos el día a día de Edward, se asoma la disonancia existente entre la idea que Edward tiene sobre sí mismo y la percepción que tienen los demás de él, más allá de su apariencia física.
La película se encuentra tan conectada al trajín emocional del personaje principal, que la cinta por sí misma también se desdobla en dos relatos: uno sobre el solitario y melancólico Edward, y otro sobre “Guy Moratz”, la segunda identidad de Edward viviendo con una cara nueva libre de deformidades.
El lado A, próximo al thriller y al cine de Woody Allen, queda definido por una constante de tristeza e incomodidad; Edward se muestra paciente, desapegado y sensible a partes iguales, pero el mundo que lo rodea discurre sin prestarle mucha atención, y cuando lo mira es con desagrado, o al menos esa es la impresión de Edward.
El lado B, quizás aún más desconcertante que el lado A, cuenta la crisis de identidad de Edward cuando se ha convertido en el vendedor Guy Moratz, un hombre simpático, algo atractivo, con amigos que lo admiran, y un trabajo exitoso.
Schimberg evita entonces la explotación de la condición de su protagonista, al tiempo que elude el castigo o el juicio al resto del universo de Edward/Guy; Ingrid y los otros vecinos, además de “la sociedad”, representan un ente abstracto e indefinido que constantemente gesticula, susurra, se queja, todo en las sombras y fuera de foco.
La pregunta que pareciera preocupar al escritor y director la encontramos en otra parte, lejos de “quedar bien” o del apapacho lastimero a Edward, y más cerca de una exploración inflexible sobre la autocompasión, el orgullo y la pena.
Reflexión que podríamos formular de la siguiente forma: “¿Dónde termina la personalidad de Edward y dónde comienza la personalidad de Guy?”
Resulta interesante el derrotero que toma el filme, cuando “Guy” asume el rol principal de “Edward” en la obra independiente de Ingrid, con lo que Guy se reencuentra consigo mismo, o al menos una versión de sí mismo, y de este modo descubre nuevos bríos para conducir una segunda vida con su rostro “curado”.
Pero ¿cuál es el verdadero Edward?, porque el guion de Schamberg presenta una dimensión nueva con el surgimiento del “tercer Edward”, el personaje de la obra, que mezcla la visión tanto de Edward como de Ingrid, la autora de la puesta en escena.
¿Quién proyecta sus miedos y deseos en quién? Ingrid, hasta entonces un personaje ingenuo y amistoso, demuestra asimismo otras facetas de su personalidad: una sonrisa vacua y sin interés en contraste con miradas de soslayado deseo y morbo, u objetos y personas que resultaban importantes para ella ahora no tienen ninguna injerencia.
La delicada dinámica y convivencia entre Ingrid y Guy/Edward se dinamita con la aparición sorpresiva de Oswald, un hombre con neurofibromatosis que por mera casualidad irrumpe en la producción de la obra y se hace amigo de ambos protagonistas.
El actor británico Adam Pearson brilla en su rol de elemento disruptivo pues su interpretación de Oswald redondea y eleva la actuación de Sebastian Stan como Edward, e inyecta con una energía lúdica impresionante que tuerce la trama y la conduce a un clímax desconcertante y satisfactorio a partes iguales.
La radiante personalidad de este personaje secundario afecta de modo similar a la película y al espectador; el cambio de rumbo de la historia debido a la personalidad y las acciones de Oswald, provoca que nosotros los espectadores veamos con una perspectiva distinta el carácter y las intenciones de Edward.
En lo personal celebro mucho la inventiva como guionista y director de Schimberg y, a modo de muestra de dicho talento, rescato la secuencia del karaoke, un momento que en otras manos o bajo la pluma de un guionista cursi, la escena revelaría cierto grado de conciliación y cariño reconfortante entre los amigos.
Pero en Un hombre diferente, que se estrenó en cines este jueves 5 de diciembre, nunca encontramos respiro ni momentos cómodos. Aquí nos enfrentamos a un cuento sombrío sobre la identidad y la alienación, afectiva y social.
Schimberg maneja con habilidad el tono aciago que pende sobre el filme, más próximo a la sátira y a la estilización del horror, abocado por completo a contar a una historia que estudia las ansiedades y virtudes de Edward cuando emprende la farragosa travesía de descubrirse, transformarse y rebelarse, reventar y reencontrarse.
*Realizador y Crítico Cinematográfico
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