Crítica de la cinta Hasta los huesos, dirigida por Luca Guadagnino, quien nos presenta una road movie de terror sobre dos jóvenes enamorados que viven marginados y errantes. Protagonizada por Taylor Russell y Timothée Chalamet.
Por Isaac Piña Galindo*
Paisajes encerrados en un marco, distantes, artificiales y, a su manera, dueños de cierta belleza que evoca o remueve un sentimiento nebuloso, una sensación que quizás considerábamos ya olvidada.
Así es la primera impresión que desliza el cineasta italiano Luca Guadagnino, una imagen que encierra otra imagen en un primer plano parsimonioso, viñetas simples e inanes, presagios de las postales que representarán el clima emocional de toda la cinta.
Qué tarea compleja resulta entonces el hablar (o escribir, como en este caso), sobre una película tan consciente de su esencia, un filme confiado al humor de la estampa cinematográfica.
Las imágenes de apertura, fijas en los cuadros de paisajes, se transforman en la realidad por la que rumian los protagonistas, y la fotografía de Arseni Khachaturan, realista, rica en texturas y con planos inquietos y vibrantes, invita al espectador a adentrarse igualmente en el cuadro.
Hasta los huesos en cierto modo es una película de género, un road movie de terror o, al contrario, una cinta de horror en la carretera. Pero en su médula, en aquellos “huesos” que se mencionan en una escena clave, este es un cine abocado al experimento y al juego, al lirismo y a la ensoñación.
Una experiencia hipnótica la propuesta por Guadagnino, quien se muestra presto y hábil a la hora de manipular el género cinematográfico, pero que no deja de ocuparse en también dejar huellas impresionistas que expresen la procesión emocional de los enamorados.
Aunque la aventura de Maren y Lee, el romance núcleo, parezca un deambular caprichoso cuya brújula no es otra que el hambre o el ardor de su cariño, el guión de David Kajganich los ciñe a una búsqueda tortuosa y casi mítica sobre la herencia y el origen del individuo con todos sus traumas y vicios.
La sensibilidad de Guadagnino demarca una cinematografía y un montaje atípicos pues el ritmo apenas sufre sobresaltos y la fortuita amistad deviene amor entre silencios y muestras mínimas de afecto, sin recargar las escenas con acentos cursis baratos.
La cámara del realizador, un ojo que escudriña la crudeza y la aridez del campo o de una casita a orillas de la ciudad, asimismo suma e imprime a la historia un dejo de abandono, de cierta ternura y melancolía.
Por ello, el filme me remite al cine setentero hollywoodense, en particular a cintas como La última película de Bogdanovich o Los vividores, el neowestern tragicómico de Altman, ambos filmes que plantean personajes ensoñadores y heridos cuyo espíritu romántico los empuja a resolver una muy personal cuestión metafísica.
Un mandato de vitalidad arrebatada que los conduce a una empresa imposible e incomprendida por sus pares.
Aquí es preciso señalar también la influencia innegable de Malas tierras, maravillosa opera prima del texano Terrence Malick en la que dos temperamentales jóvenes comienzan un noviazgo al tiempo que dejan un rastro de sangre en su recorrido a lo largo y ancho de una región del estado de Dakota.
Cada obra versa sobre parejas accidentadas, apasionadas tanto como confundidas, binomios en los que uno de ellos actúa como monstruo mientras el otro permanece vigilante, azorado y embelesado por igual.
Pero las personalidades mutan, se alimentan de sí mismas hasta el punto en que el llamado “monstruo” revela ternura y compasión, mientras que su contraparte desvela su propia cualidad de bestia, su lado brutal y demoledor.
Guadagnino contrapone esta figura de lo abominable contra la sombra de un terreno hostil, lugares que podrían resultar familiares se transforman con cada viaje en zonas anónimas, impenetrables e intransitables.
El desamparo de la cautiva pero feroz Maren parece hacer eco en una carretera que se antoja perdida.
Al final, Hasta los huesos, que se estrena este 1 de diciembre, sirve a Guadagnino como mapa exploratorio/experimento de la topografía y mitología-cinéfila estadounidense.
Aquí encontramos rastros del cine de horror, de los caminos interminables de la llamada América profunda de las road movies, un poco de neo-western y otro tanto de amour fou o, en este caso, un literal romance descarnado.
En paralelo, la película representa una nueva mirada sobre los solitarios, los outsiders y los drifters, el otro gran tema de la literatura-mitología norteamericana, tesis obsesivamente analizada por la generación beat de los años 50 y 60 con su poesía sucia, directa y sin tapujos, exclamada como lamento.
Forma estética briosa y nervuda que se transmite al pincel del italiano, quien compone imágenes desordenadas llenas ruidos musicales entremezclados con el compás de las respiraciones, así como usa el zoom y el primerísimo plano a su favor para resquebrajar el cuadro y enfatizar la turbulenta odisea de dos freaks que se sujetan con fuerza del afecto por primera vez descubierto, un amor que hace las veces de resistencia a la perversión y la invisibilidad.
*Cineasta. Crítico de Cine. Colaborador de CinEspacio24 Noticias
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