La nueva película de Pedro Almodóvar, Dolor y Gloria narra el sufrimiento de Salvador Mallo, un director de cine en su ocaso, causado por dolores físicos y recuerdos del pasado. Por esa cinta Antonio Banderas recibió el premio a Mejor Actor en el Festival de Cannes.
Por Isaac Piña Galindo* Para abordar Dolor y Gloria lo mejor es hacerlo por el título, que es perfecto porque encierra la narrativa circular del filme, donde Almodóvar (el autor) expresa su deseo y necesidad de recorrer su cine al mismo tiempo que su vida, con el afán de envolverse y perderse un poco en ambos. La naturalidad con que un sentimiento alimenta al otro provoca que Salvador Mallo, el protagonista alter ego de Almodóvar, se pregunte dónde comienza la ficción y dónde termina la memoria. La confusión constante de caminar entre dos mundos es contagiosa porque el espectador se “pierde” en el vaivén de episodios que se entrelazan, guiados tan sólo por un hilo conductor que es la perspectiva del narrador, ocupado en crear el tercer mundo que es la película que vemos. Dolor y Gloria es un balancín que se ladea de un palabra a otra, donde el “dolor” es una constante abrumadora de la que nacen brotes de genuino “placer”, ya sea por reencontrarse con los recuerdos o por ganarle la partida a la pena que inunda al cuerpo y el alma. La autoficción de Almodóvar es también, en su fondo, un regodeo sobre el arte y el quehacer cinematográfico; por un lado, el realizador experimenta/juega con la parte plástica (foto y escenografía) y por otro, muy diferente, la narrativa. Con un guión inteligente, el realizador expande la historia y crea vasos comunicantes entre manifestaciones artísticas: la nota musical de un piano, un cuento perdido, una pintura recuperada de la infancia, todos son pasadizos por los que Salvador Mallo se sumerge para sobrevivir a su abulia. El mismo Mallo se identifica como una pieza más de un museo de manufactura propia, su departamento. La película podría haber caído en un ejercicio autocomplaciente, trillado o burdo, pero el realizador escapa de cualquier descalificativo al aferrarse a su particular punto de vista, que queda expresado una y otra vez por dicho departamento, esa cueva que habla por él, con los vibrantes colores saturados, las pinturas que lo decoran, los libros, etc. Cada objeto es un potencial catalizador de la memoria y una ventana a la personalidad del protagonista. La excepcional interpretación de Antonio Banderas como Mallo captura las distintas caras del personaje, que redescubre de forma gradual quién es él, a la par que regenera su hambre artística. Banderas no hace un simple ejercicio de imitación de Pedro Almodóvar, sino que construye un ser humano derrotado cuyo salvavidas no sólo es la memoria, sino también el recuerdo de los rocosos caminos que lo llevaron a crear. Asimismo destaca la música de Alberto Iglesias. Su partitura es un personaje más que en ocasiones “ilustra” la consciencia de Mallo, mediante la composición de un contraste sonoro que de manera sutil nos lleva a un estado mental parecido al del protagonista, ya sea que se trate de una urgencia, de una silenciosa dolencia o de un instante de júbilo. Almodóvar traza con mano firme un retrato de lo íntimo y la soledad. Sin olvidarse de imprimir picardía o un dejo de desfachatez, el autor español realiza una descarnada autoficción que logra aprehender la esencia de sus temas a la vez que enarbola su concepción del arte y el costo espiritual de llevar a cabo tal empresa.
*Cineasta y Colaborador en CinEspacio24 Noticias
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