Crítica de La rodilla de Claire, del director Eric Rohmer, una clásico del cine Francés. Texto realizado en nuestro taller de Crítica Cinematográfica.
Analhi Aguirre*
Hay nombres, expresiones, frases, gestos del cine que nunca se olvidan, que se quedan ahí, dentro nuestro, de nuestro recuerdo universal. Se trata de enunciaciones audiovisuales que desatan un dominó de sensaciones felices de celuloide, unidas a un contexto determinado de la vida, y a una saga de momentos semejantes. Eso me pasó cuando vi La rodilla de Claire (1970), del magnífico Eric Rohmer.
Resulta que Rohmer es de esos cineastas conocidos sólo por un puñado de personas afortunadas. Una de esas, soy yo. Digo esto, porque, aunque se considere parte de la Nouvelle Vague Francesa, sus filmes no son tan señalados y menos vistos como los de Jean Luc Godard, François Truffaut o Alain Resnais.
Sin embargo, este cineasta francés es un realizador único, impecable y que debería estar en los ojos de la gente que gusta del buen cine. Sucede que, además de una película inolvidable para quien la vea, Le Rayon vert (El rayo verde,1986), inolvidable, aviso, por lo magistral de la historia, las actuaciones, la fotografía y los diálogos, Rohmer filmó Six contes moraux (Seis cuentos morales 1963-1972), una serie que, por supuesto, tiene a la moral por delante.
La rodilla de Claire es la quinta película de esta interesante cadena narrativa. Demás está aclarar que lo único que tiene en común con el resto de los filmes es la cuestión o la puesta en escena de lo moralino. Sólo que en este relato el foco está puesto en la banalidad de los sentimientos, en la superficialidad de estos.
A punto de casarse, Jerome (Jean-Claude Brialy) va de vacaciones cerca del lago Annecy, al este de Francia, para, entre otras cosas, vender una de sus propiedades. Durante su estancia, se encuentra con una vieja amiga, Aurora, (Aurora Cornu), una extranjera que intenta escribir una novela allí. Para lograrlo, insta a Jerome a que se enrede en amoríos con dos adolescentes de la casa donde ella se está quedando. No obstante, Jerome, seducido por el juego donjuanesco, pondrá a relucir su voluntad de ganar dentro de una trama, entretejida por dimes y diretes, de la mano de Aurora. Todo fungirá como una complicada y frívola artimaña donde, por supuesto, lo único que importa es triunfar: Jerome querrá conquistar la rodilla de Claire y Aurora pretenderá que sus personajes “reales” fluyan en su historia.
Durante la película, y en medio de diálogos sensacionales, aparece el amor, las relaciones, el matrimonio, las parejas como el centro de las conversaciones, pero se construyen, tanto el fondo como la forma, de manera vana e infructuosa. La intelectualidad, la retórica del discurso, el peso de la disquisición verbal estará sobre las verdaderas pasiones. El armazón de La rodilla de Clara apunta a una idea contraria al romanticismo. Es como si la ilustración francesa fuese el fuerte, el sostén de las hipótesis y resultados más relevantes en lo que atañe a lo amoroso en la película. Ya sabemos que el Werther (17774) de J. W. Goethe, obra fundante del Romanticismo, instala en el mundo la definición por antonomasia de un amor exaltado, profundo y trágico. Por ello, podríamos decir que la cinta de Rohmer se contrapone absolutamente a esta representación.
Empero, no sólo me tomé el atrevimiento de juntar estas dos obras de arte por su oposición, sino también por las frases célebres e inmemoriales que se enuncian en ambas. Como les anuncié al comienzo, hay locuciones que se repiten hasta el cansancio y, que, al pronunciarlas se desata una cascada de placer, pues, al instante, recordamos esa pieza que nos hizo/hace tan feliz. Así funciona el gran arte de los genios, como el de Goethe o Rohmer.
Así, en uno de los encuentros memorables de la novela alemana, Wherther se topa con Lotte, su imposible objeto de deseo. Cuando la lluvia cae a lo lejos, a la muchacha se le llenan los ojos de lágrimas, pone su mano sobre la de Wherther y exclama: “Klopstock”. A continuación, el joven recuerda, igual que un eco, la oda del poeta alemán, inspirador del Sturm und Drang. Desde ese entonces, la evocación será una falsa alarma para Wherter, una que lo llevará al suicidio. En La Rodilla de Claire también se manifiesta una de estas frases detonantes, pero las causas y los efectos son diferentes. Al anunciarle Jerome a Aurora que ha dejado a su prometida Laura, la amiga intenta pensar por quién la ha reemplazado y es entonces donde Rohmer deja su frase Klopstock. A la escritora le toma unos pocos segundos descubrir quién es ese nuevo trofeo a alcanzar y dice en un francés con acento rumano inconfundible: “¡Claire, par exemple!”
Ojalá, tengan en su haber literario, cinéfilo, televisivo o musical estas frases sublimes. Se las recomiendo. Tengo dos razones para hacerlo: una, porque es una delicia recordar estas máximas y dejarse llenar de ese goce que solamente la mejor literatura, cine, televisión y música puede darnos; dos, porque Marcel Proust nos enseñó con su afamada magdalena que los sentidos nos transportan a lo más lejano de nuestra memoria, y provocan que cada uno de ellos se vuelva un hilo para comprender y vivir mejor. Esos recuerdos están casi siempre colmados de imágenes y audio, de sabor, tacto y olfato. Prueben y llenen su boca de sabor con el sonido de estas dos enunciaciones, más todas las que quieran traer a este espacio.
*Alumno de nuestro taller de crítica cinematográfica
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